sábado, 24 de junio de 2017

Entre los saltos y la perfección

Tácticas femeninas: El tutu

Creo que fue uno de los días más felices de mi vida. En realidad, todos lo estábamos. Era el momento esperado: el almuerzo de grado. Los recuerdos pasan volando y solo veo sonrisas, todos arreglados con sastres, corbatas y vestidos, pero con un aura hippie aun impresa, y nosotras tres con unas faldas rotondas gigantes de colores satinados con capas de tul por debajo. Divinas. Me alisé el pelo, me maquillé un poco, me puse una blusa negra y un saco del mismo tono, medias negras cortadas hasta las pantorrillas y unos zapatos tipo baletas blancos. La falda era rosada con tonos tornasolados. Bella, bella. Pero antes del almuerzo, la directora del colegio, uno de los más alternativos de Bogotá, habló con nosotros, nos recordó que debíamos llevar la esencia juanramoniana, el pudor en el vestir, la decencia en la ropa. No podíamos vivir de las apariencia, nos dijo. El mensaje no iba para todos, iba solo para nosotras que resaltábamos casi como subrayadas por un color neón. Sin embargo, ella usaba unos pantalones de cuero, con seguridad comprados en Argentina, cuatro o cinco veces más caros que las tres faldas juntas: la contradicción en los discursos.

Londres, spring-summer 2015
Molly Goddard lanza su primera colección en una fiesta de casa donde algunas chiquillas vestidas de muñecas podrían dispararte hasta con sus propios juguetes. Una lleva un vestido negro, es bizca y tiene el pelo hasta la quijada. Otra con un vestido de tul, ríe y me saca la lengua, tiene dos tragos en vasos de piñata fluorescente con un liquido naranja: vodka disfrazado. Otra chica toda de rosa, una más con un vestido rojo sangre a la cual se le ven los calzones. Tul, tul, tul como si comiera algodón de azúcar. Un vestido amarillo sobre una pinta metalera: camiseta estampada y pantalón negro. Más refresco naranja, más tul, más princesas suburbanas que viven de fiesta, modelos-chicas-contemporaneas que bailar entre todos aquellos que no llevamos vestidos, ni tul y menos faldas al estilo tutú.

Hay momentos donde empiezas a traducir tu propio lenguaje
… 

Practiqué ballet durante más de diez años y nunca me presenté con el tutú clásico: francés o ingles, esa falda alambrada que mostrara las piernas. Tal vez por eso intenté agarrame de mi falda rotonda del almuerzo de grado, porque aún hoy lo deseo. Me quedé siendo una bailarina adolescente, presentándome con tutús románticos abultados más abajo de la rodilla. Me faltó un año o dos, seguir practicando para entrar a la compañía, presentarme en Ballet al Parque, bailar en el teatro del Che en La Habana y no quedarme como espectadora. Pero el tutú es una imagen que se desea, sin pensar en el esfuerzo que demanda tenerlo. 

Tres veces por semana la ruta 19 del colegio me dejaba al rededor de las 4 de la tarde en la academia para la clase de las 5:30 p.m. Con otras niñas pasaba lo mismo, así que nos sentábamos en la alfombra turquesa y nos íbamos alistando. Entrar al baño, ponerse las medias color carne o negras, yo casi siempre llevaba negras, la trusa y la falda negra. Salir al tapete y empezar a peinarse: cepillo, peinilla, gel, cauchos y ganchitos. Después la cebolla, las redecillas y para finalizar unas florecitas azules que vendía Conchita, la secretaria. Hablar y esperar. Si era viernes, día de puntas, había que ponerse los esparadrapos y echarle talco a los conejitos. Yo prefería proteger dedo por dedo para evitar ampollas y uñas negras. En cuestión de conejitos estaban los nacionales de una espuma asquerosa y los azules de silicona que se comparaban en USA, y yo, claramente, ni los unos ni los otros, usaba unos conejitos color rosa sintéticos, que no tengo idea donde los conseguí. Para finalizar, ponerse las puntas Capezio que costaban en ese tiempo al rededor de 170.000 pesos o las Sansha, mucho mejores, compradas en la Escuela de Ballet Nacional de Cuba por unos 15 dólares. Enrollar las cintas, hacer el nudo, esconderlo y calentar los empeines mientras esperábamos.

Londres, fall-winter 2015
El centro del escenario esta iluminado y hay un viejo gordo desnudo, se llama George y esta posando para varias jovencitas que lo retratan. En realidad son modelos, una de ellas lleva un vestido color pastel, medias rojas y dibuja desde el caballete, otra tiene un vestido de tul gris rata: fruncidos que aumentan su tamaño y un buzo negro manga larga debajo, pinta en una bitacora. La del vestido rosa, esa prenda que empieza a cimentar los iconos de la marca de Molly Goddard, dibuja sobre una cartulina negra con tiza blanca. Vuelvo a sentir el algodón de azúcar en mi boca. Vestido negro de tul: el tutú del siglo XXI. Ellas solo buscan su esencia en una perfección onírica que se aleja de lo clásico. ¿Vestido encima de una t-shirt estampada? Oh sí. Más tul, más negro, más rosa mientras George sonríe.

Uno, dos, tres, cuatro. La música clásica comienza y todas realizamos los ejercicios previamente indicados. Cinco, seis, siete, ocho. Siempre hasta ocho. Y vuelve y comienza. Los pies en quinta posición, chassé uno, releve dos, entrechat tres, chassé cuatro, y cinco fouette. Rápido, rápido, sin tocar la pierna izquierda. Liana pasa y corrige la poción de mi mano derecha y toca levemente mi quijada para que gire mi cara. Tengo la costumbre de mirar al frente para ver mi cuerpo en movimiento. Uno, pas de basque, dos plie, tres chassé, cuatro pirouette, caer. No, caer no, una bailarina no cae nunca. Deslizar a quinta posición y sostener. La canción termina, aflojamos, Liana marca el siguiente ejercicio, la observamos y de vuelta. La música clásica nos  marca la posición de inicio y va: uno, dos, tres, cuatro. Cinco, seis, siete, ocho. No, arabesque no, sufro por mi falta de elasticidad y porque veo que mi pierna no puede subir más. Después de una hora y media con las barras las quitamos y empezamos a hacer los ejercicios de centro, nos dividimos en dos grupos. No debemos hablar, ni tomar agua, ni sentarnos desguarambiladas mientras el otro grupo se presenta. Saltos sobre todo, altos, más altos. Levedad Ángela, levedad. Aunque hay más de veinte niñas, todas perfectas, esas tres horas son mi momento, mi cuerpo, mi reflejo, te esfuerzas, trabajas y bailas  para ti. No, bailas para el público aunque te estés muriendo del dolor, sin embargo en tu cara y en la posición de las manos siempre debe haber un para ustedes.

Londres, spring-summer 2016
El pelo mojado y el maquillaje corrido. ¿Es un desfile? Sí, ¿y por qué están preparando sandwiches? Porque se les dio la gana. Mejor: porque están recreando una fabrica, la vida cotidiana que se mezcla con los algodones en mi boca. Los clásicos de la marca Molly Goddard sobre camisetas blancas, vestidos sueltos que no entallan ni marcan, cuadros estampados en una de las modelos que corta los tomates, fruncidos y recogidos para otra que esparce la mayonesa y la silueta abultada de niña-princesa-mujer-rebelde movediza para el resto junto con el rímel combinado con lagrimas y el colorete corrido por algún beso robado. No más Ángela, escupe ese dulce de tu boca y dilo: mujeres ajenas que no alcanzo.

Las presentaciones se realizaban al final de cada año. Cuatro o cinco meses de prácticas que se consumían en 20 minutos. Llegué a presentarme más de cinco veces con la academia Tosin y nunca con un tutú alambrado, siempre con el romántico impuesto por Marie Taglioni de estilo etéreo tan aclamado a finales del siglo XVIII. Desde la corte de Catalina de Medici, cuando surgió esta danza real, los bailarines llevaban la misma vestimenta que los invitados. Taglioni creó un traje exclusivo para el ballet, fue capaz de intervenir la estructura del vestido con el fin de evidenciar la proeza de los movimientos. Ella fue la primera en salir con una enagua que llegaba hasta las pantorrillas acompañada de un corsé, revolucionando una estética. Nunca pensé en ella, los nervios solo me dejaban preguntarme cuándo llegaría a usar el tutú clásico, cuándo me liberaría del romántico.  Yo  observaba a las bailarinas de la compañía con la falda a la francesa, recta y alambrada que dejaba al descubierto la perfección de los movimientos de sus piernas, y de sus pies que cambiaban de posición para mostrar que en verdad volaban.  En fin, pasé doce años de práctica además de  quince días en Cuba durante los cuales fui  una bailarina de tiempo completo. Pero un día me cansé, dejé de asistir inventando excusas y de repente ya no iba más a las clases, los bailes pasaron a ser otros y me quedé con la idea idealizada del pinche tutú que, hasta ahora me entero, no es tan clásico como parece porque tiene tan solo 60 años mientras que el romántico más de dos siglos.

Y a veces voy camino por el Parque de la Independencia y veo a la gente comiendo algodón de azúcar y pienso en mi tutú, en Molly, en saltar sobre una nube rosada. Pienso en ponerme unos pantalones de cuero negros super cómodos y una falda magenta de tul asimétrica, corta al lado derecho, larga al lado izquierdo y volver a bailar.

Algo que levante mi espíritu 

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