Tácticas femeninas: El pantalon de cuero
Creo que fue uno de los días más felices de mi vida. En realidad, todos lo estábamos. Era el momento esperado: el almuerzo de grado. Los recuerdos pasan volando y solo veo sonrisas, todos arreglados con sastres, corbatas y vestidos, pero con un aura hippie aun impresa, y nosotras tres con unas faldas rotondas gigantes de colores satinados con capas de tul por debajo. Divinas. Me alisé el pelo, me maquillé un poco, me puse una blusa negra y un saco del mismo tono, medias negras cortadas hasta las pantorrillas y unos zapatos tipo baletas blancos. La falda era rosada con tonos tornasolados. Bella, bella. Pero antes del almuerzo, la directora del colegio, uno de los más alternativos de Bogotá, habló con nosotros, nos recordó que debíamos llevar la esencia juanramoniana, el pudor en el vestir, la decencia en la ropa. No podíamos vivir de las apariencias, nos dijo. El mensaje no iba para todos, iba solo para nosotras que resaltábamos casi como subrayadas por un color neón. Sin embargo, ella usaba unos pantalones de cuero, con seguridad comprados en Argentina, cuatro o cinco veces más caros que las tres faldas juntas: la contradicción en los discursos.
Colección Naska. París, 2012
La primera modelo con cuerpo de cobra virginal aparece cubierta de cuerina blanca, un vestido sesgado que muestra únicamente la piel de sus brazos y cuello. Tiene poco rojo, solo la sangre que corre y el labial en su boca. La segunda exhibe un vestido del mismo tono insignia de Margiela, que también es el de Rick Owens. Ahora negro: un vestido enterizo que dificulta el movimiento. Las bolsas plásticas envuelven a esas modelos alienigenas. Gris, blanco y negro, y algo de colores tierra. Cuero que conserva su propia temperatura: caliente por dentro, fresco por fuera.
Durante más de un año practiqué danza contemporánea. Probé por primera vez en Cuba y en una que otra clase de los sábados en la academia de ballet clásico Lina Tosin. En Danza Común, en cambio, las clases eran cuatro veces más baratas y quedaba al lado de mi casa. Media hora antes, me ponía unos leggins negros, una camisa de tiritas y un saco manga larga, todo de tejido de punto. Me peinaba con una cebolla a medio hacer, literal recién levantada y unos tenis.
Las clases eran los sábados a las 10 a.m. Bajar por la calle 22, cruzar la séptima, llegar a la novena y encontrar el edificio de parqueaderos de ladrillo. Subir por las escaleras ya que el ascensor nunca funciona, mejor, así el calentamiento empezaba desde antes, cada uno llegaba e iba buscando su lugar en el piso. La clase daba inicio y Juan, el profesor con carita de argentino, indicaba cada uno de los movimientos. Estiramiento de piernas, pies y dedos. Después hombros, brazos, manos y cuello. Cabeza para un lado, cabeza para el otro. Mariposa con las piernas y dejar caer la espalda. Inhalar, exhalar, inhalar y encontrarme a Monserrate que se asomaba por los ventanales, mientras los brazos se abren y agradecen.
Otra tanda de ejercicios en el piso, un, dos tres bah, un dos, tres bah. Pierna que sube, baja, entra y cruza. Cuerpo que gira, brazo que cae, arrodillarse, una leve levantada y bah, desplomarse de vuelta. Entrar al piso, continuar el movimiento, poner la cabeza como eje para el giro, sacar el brazo derecho, apoyarse sobre los hombros, mandar con fuerza la cadera y las piernas, pasar el brazo izquierdo, subir para quedar de rodillas y volver a caer. Seguir al profesor, la retentiva visual que se combina con lo que el cuerpo cree conveniente. De forma inexplicable, sin embargo, hay armonía entre todos nosotros. La veo en el espejo y siento que vuelo.
Colección Vicious. París, 2014.
Cuero corto, cuero largo. Negro, gris, kaki y blanco. Las telas se envuelven, entran y salen en cuarenta cuerpos voluptuosos que bailan al ritmo de las porras y la dirección militar. París respira la cultura estadounidense y la energía africana. Mujerotas convertidas en modelos mientras Michele Lamy sonríe con sus dientes de acero.
Un ejercicio nuevo: sentarnos formando un circulo, entonces aparece el espacio vacío donde habitará el movimiento. Van pasando al centro, de a dos en dos. Cada uno va corriendo por lados contrarios bordeando la figura que formamos quiénes estamos sentados. Cuando el profesor lo indica, dos deben ir al centro, tomarse de la mano girar, caer, volver a levantarse y seguir corriendo cada uno por su lado. Rápido, una mezcla de fuerzas, átomos girando.
Es mi turno, no recuerdo el nombre de mi compañero pero me entrego. Corro rápido, más rápido, la aceleración de la existencia, el silbido, los dos cuerpos que buscan el centro, la union, el choque entre las manos, girar sostenidos, la caída al piso y la subida. Respirar y seguir corriendo, motor que activa toda la espina dorsal, corrientazo que nutre hasta la parte más lejana de mí. Sentir que floto, que vuelo, que solo es el ahora. Final y aplausos: el limite.
Después la entrega total, pero yo ya lo hice, no puedo ir más allá de mí, encontrarme con ese otro que ya no quiero ver, un cuerpo sudado que no me pertenece. Yo no sudo, no me gusta fingir la entrega y ver tantos pies deformes me molesta. Respiro y lo intento para encontrar un sabor que me agrade: espalda con espalda, cabeza debajo de la axila. Ahora ella me agarra y yo giro, cae al piso y yo también, está sobre mi moviendose y me veo obligada a pasar mi cabeza por debajo de su cola, me levanto y ella se tira sobre mi espalda. Me resisto y ella lo siente. Me quedo sentada y ella me mira fijamente, también se sienta y miramos las otras parejas volar como pájaros que se acercan entre ellos. Mi compañera se para, se acerca a la masa y la reciben. Miro la improvisación desde afuera tratando de respirar rápido porque hay un olor a cuerpo que me marea.
Colección Cyclops. Paris 2016.
La fortaleza femenina expuesta en pasarela. Negro, gris, blanco y algo de tierra. Siluetas distorsionadas y ¡oh! una modelo atada por medio de tiras de cuero a otra. Sí, unas por detrás, otras por delante, la que camina sostiene todo el peso y la que no, de cabeza, seguro cierra los ojos para no vomitar. ¿Por qué? Porque Rick Owens está hablando de la moda desde una forma física, desde el poder de controlar y distorsionar el cuerpo, transformar por completo la silueta. El juego y la experimentación.
Dejé de ir un sábado, el siguiente, al tercero ya te das cuenta que no vas a volver, que hasta ahí llegaste. Sin embargo, sigo bailando sola en mi casa y a veces Demian me mira y pienso en la transgresión de Isadora Duncan, sus vestidos inspirados en la Antigua Grecia, pies descalzos, cabello al aire. La cinta roja de chifón que recorría su cuerpo y al final quebró su cuello. O en Pina Bausch con (su mirada melancólica) su cuerpo al borde de un abismo, sus huesos evidentes que se tambalean, la vida en cada suspiro que anticipa la caída. Porque con Pina todo cae, se sostiene y vuelve a caer: sillas, cuerpos, estaciones, la vida como un lugar común, pero es eso, la vida. Entonces la frase de Martha Graham aparece: una fuerza vital, una energía, una aceleración, que se traduce a través de ustedes en acción, y porque sólo hay uno de ustedes en todos los tiempos, esta expresión es única.
Sí, tal vez soy una bailarina fracasada, aunque no me costaría nada volver, pero es como si algo en mí se contuviera. Sé que volvería a lo clásico a pelear por mi tutú, volvería a lo contemporáneo para sentir la tensión en cada caía. Volvería para tomar aire, contenerlo y cuando no pueda más, seguir aguantando para que mis células consuman todo de sí, y ahí sí volver a aspirar.
Por ahora, cuando camino por el Parque de la Independencia, veo todo tipo de volúmenes: camisetas de colores fuertes que forran las curvas femeninas y pienso en los pantalones de cuero, en Owens, en esa piel que protege a los músculos en movimiento. Pienso en ponerme unos pantalones de cuero negros super cómodos y una falda magenta de tul asimétrica, corta al lado derecho, larga al lado izquierdo y volver a bailar.
…
Miedo de ser
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